DE LAS CORRIDAS DE
TOROS Y OTRAS MATANZAS
Hace unos meses un
amigo mío me escribió que abominaba de las corridas de toros porque son brutales
y propias de gente incivilizada y atroz. Al respecto le envié un trozo de un
ensayo de Chesterton:
"Son pocos,
ciertamente los que no lo hacen, en comparación con el número de turistas que
corren deliberadamente a ver las corridas de toros, para poder jactarse luego de
que no pueden soportar ese espectáculo. Puedo advertir de paso que yo jamás fui
a ver una corrida de toros por una razón que expliqué a mis amigos españoles.
Les dije que me molestaría mucho que alguno de ellos viniese a Inglaterra e
inmediatamente se le ocurriese ir a una cacería y presenciar la muerte de un
pobre zorro para darse vuelta y exclamar: ¡Qué horrible, qué repulsivo, que
brutos en forma humana son estos ingleses que dedican su vida a este deporte
degradante!"
(¿Se imaginan a esos
altos Lores vestidos impecablemente, servidos por sirvientes de librea tomándose
una copa de buen coñac para entrar en calor y al pobre zorrito muerto de miedo
por el ladrar de los perros y el sonido de los cornos de caza?)
Por otro lado ¿se va
a llegar a la exageración del gran poeta Enrique González Martínez de decir: "y
quitaré piadosamente mis sandalias/ para no herir a las piedras del
camino"?
Y AHORA DE LAS MATANZAS
DE ANIMALES
Según
cálculos que he hecho para darme una idea de la cantidad de animales que se
matan en el mundo diariamente, he sacado las siguientes cifras:
Pollos
o gallinas: 200 millones
Reses:
3 millones
Puercos:
4 millones
¿Nos
hemos puesto a reflexionar acerca de estas matanzas? Me parece que no.
Por
ejemplo, hablemos de las corridas de toros. Los que nos invitan a boicotear la
fiesta dicen que es cruel, sangrienta e indigna de los seres humanos. Que sea
cruel, no sé; sangrienta, ni modo de negarlo, indigna del género humano, tampoco
lo sé, pues en todos nuestros pueblos mexicanos se dan las corridas de toros si
no al modo espectacular español, al menos como jaripeos o charreadas en donde se
martiriza al pobre animal que no pocas veces acaba con la vida de alguno de los
“charros”. Pero es parte de nuestra cultura en el mejor sentido de la palabra:
Lo demuestran muchísimos grabados de Goya y pasodobles de Agustín Lara. Admito
que en muchos casos no se llega a matar a los animales que se
lidian.
Sin
embargo, nos comemos con mucho gusto un buen bistec o un pollo a la leña o una
torta de jamón, tanto los enemigos de la fiesta como los que no lo son. ¿Y que tal un buen pescado o un ceviche de cazón? ¿Habrán visto
esos moralistas como se retuercen los pobres pescados fuera del
agua?
Por
otro lado, sé de buena tinta, por amigos que la han comido, que la carne de los
toros de lidia es suave y tierna debido a que durante la brega el animal segrega
cantidades grandes de adrenalina que obra sobre la carne ablandándola y
suavizándola.
Nuestra
crianza cristiana no comulga con la crueldad, es cierto, y matar a un animal nos
es desagradable, pero “ojos que no ven, corazón que no siente”. ¿No es eso algo
hipócrita, o mucho?
Examinemos
ahora una frase de Orwell: En su narración “Shooting
an elephant” dice:
“De alguna manera
parece como más malo matar a un animal grande”; acababa de dispararle
a un elefante y el animal se moría lentamente, agitaba su trompa y jadeaba en
los estertores de la muerte. Orwell quedó fuertemente impresionado.
¿Qué consideraríamos
un animal grande? Reflexionemos: Va una hormiguita caminando por el piso de
nuestra recámara; sin pensar, sin meditar, la pisamos y acabamos con su vida y
nosotros como Johnnie Walker (el del whisky), seguimos
tan campantes.
En una ocasión, en Las
Choapas, Ver. íbamos mi amigo y yo en la cabina de una
camioneta que manejaba otro amigo llamado Larios. Eran
como las tres de la madrugada y veníamos de una pachanguita algo alegres. De
pronto se atravesó un perro y Larios, como para quedar
bien, le pasó por encima y lo mató. Se hizo un silencio de muerte, quedamos
conmovidos, aterrados, no volvimos a pronunciar ni una palabra, ni un
comentario.
Larios no sabía dónde
meterse, estaba apenadísimo y contrito.
¡Tanto nos impresionó
una muerte inútil!
Américo García
Rodríguez