Me atreví a hacer este resumen del hermoso cuento de Cortázar para
que, aquellos que no lo hayan leído, lo lean completo y disfruten de la prosa
tersa y admirable del argentino de la Maga (Rayuela) y de Los Premios. Ojalá
que les guste.
Américo
García Rodríguez. 2003
TRES
HERMANAS (Final del
juego)
Las tres hermanas eran flacuchas pero no feas, sus edades iban
de los catorce a los dieciocho años, vivían en las afueras de Buenos Aires
junto a su mamá y una tía. No tenían mucho dinero pues no les alcanzaba para
siquiera una sirvienta, así que tenían que ayudar con las tareas de la casa.
Envidiaban un poco a sus vecinas, las Loza, porque tenían hasta dos sirvientas,
pero seguían alegres y traviesas.
“eran unos capullos femeninos” como decía miser
Capuleto.
Su casa daba hacia las vías del tren Central argentino y después
de las vías corría un río. Era verano y el calor agobiaba un poco, solían jugar
a dos juegos: estatuas y actitudes, para lo que utilizaban los “ornamentos”,
que sacaban de un baúl. Los había variados y los escogían al azar, según el
juego que tocara.
Se llevaban muy bien y por condescendencia dejaban que Leticia
fuera la jefa, la que mandara. Le tenían un poco de lástima y miramiento porque
sufría de un impedimento físico, algún defecto que le ocasionaba cierta tiesura
en la espalda y en el cuello: no podía voltear la cabeza y se movía con
dificultad. Por lo demás quizás era la más agraciada de las tres.
Aprovechaban la siesta de la mamá y la tía y salían a jugar en
el terraplén del tren, que pasaba a las dos y ocho minutos. Junto a la tapia de
su casa había unos sauces en donde se arreglaban para su juego, la sombra que
producían les agradaba y una vez compuestas subían de un
envión el terraplén. Desde allí admiraban el panorama: las vías relucientes que
se perdían al dar no muy lejos la vuelta, el balasto que soportaba los
durmientes, que brillaba, según les parecía, como si fueran piedras preciosas.
Se sentían libres y felices en “su reino”.
A un lado de la vía, en el terraplén jugaban. Dos juegos les
gustaba representar ya “estatuas” ya “actitudes” justo al pasar el tren, para
que los viajeros las vieran. Y las veían, las saludaban y les sonreían, les tiraban
papelitos de elogio. Cuando un joven, Ariel, les envió uno que decía “las tres
estatuas son muy bonitas”, ellas, emocionadas, se fijaron en el: era un joven,
un muchacho de unos dieciséis años vestido como estudiante (se figuraron que
sin duda era un estudiante del colegio inglés, pues querrían que fuera
distinguido), notaron que las miraba con intensidad, sobre todo a
Leticia. Esta les pidió a sus hermanas que al día siguiente la dejaran
representar la “actitud” de princesa oriental, sus hermanas accedieron
condescendientes, aunque algo amoscadas.
Se vistió cuidadosamente y ya en el terraplén ensayó su pose:
yacía sentada, la mirada baja y como en actitud de orar; por su inmovilidad su
defecto no se apreciaba. Por fin el tren pasó, Ariel la vio extasiado, incluso
sacó la cabeza del vagón y durante todo el trayecto la miró intensamente, hasta
que el tren desapareció en la curva. Pareció que Leticia no se percató, pero
sí, lo percibió y ruborizada y feliz se retiró a descansar. El amor había
tocado fuertemente al corazón juvenil. Sola en su cuarto, la hermosa niña
lisiada lloraba de gozo, de alegría… Pero según se sabe, el amor va
de la mano del dolor.
Al otro día el chico, en un papelito que les tiró, les anunció
que mañana se apearía del tren en la estación más cercana e iría a visitarlas.
Holanda y la otra hermana (la que nos cuenta la historia), estaban jubilosas,
hacían planes…llevarían los ornamentos para explicarle, para conversar…
pero Leticia anunció que no iría a la reunión, adujo malestar, cansancio, les
pidió que si Ariel insistía le dieran una carta que le había escrito, y que les
entregó. Las hermanas, que esperaban que fuera para que el muchacho la viera y
pasara lo que fuese: malo o bueno. Le rogaron, pero no fueron
muy insistentes... Comprendían su temor al rechazo.
El mañana llegó, excitadas, las hermanas subieron al terraplén.
El tren pasó llevando a Ariel que las saludó con la mano mientras su vista
vagaba como buscando algo. Al poco rato lo vieron venir por las vías, era alto
y pálido, las desilusionó un tanto, pues no les pareció distinguido.
Conversaron no muy animadamente pero en tono cordial, el joven preguntaba con
insistencia por Leticia; le dijeron que estaba indispuesta. El seguía revisando
los “ornamentos”: "este se lo puso cuando hizo la estatua
griega, este cuando se vistió de princesa oriental", decía, y su aspecto
evocador lo decía todo. Al final, le entregaron la cartita que no quiso leer
delante de ellas por decoro y se despidieron, su mano blanda y húmeda les causó
una impresión desagradable.
Quiso Leticia, al día siguiente, subir al terraplén haciéndola
de estatua. Se vistió ayudada por sus hermanas, buscaron lo que les pareció lo
más atractivo, incluso, subrepticiamente, sacaron de un cajón las joyas de su
mamá, al final le pusieron un turbante de gasa. Lucía espléndida, parecía una reina.
“Cuando el tren apareció en la curva, fue a ponerse al
pié del talud con todas las alhajas brillando al sol. Levantó los brazos
y con la manos señaló al cielo curvando su cabeza hacia atrás en una
posición inverosímil, de dar miedo. Nos pareció maravillosa, la “estatua” más
regia que había hecho nunca”.
Vimos a Ariel asomado por la ventanilla viéndola alelado,
no veía otra cosa, todo el tiempo así, hasta que el tren desapareció de golpe.
Corrieron las hermanas a sostener a Leticia que con los ojos
cerrados lloraba escurriéndole gruesos lagrimones por la cara. Al principio las
rechazó, pero luego aceptó sus brazos cariñosos y amables.
Al otro día, adivinando lo que iba a suceder, Holanda y su
hermana fueron a los sauces a ver pasar el tren; Leticia seguía postrada por el
dolor más del alma que del cuerpo, acompañada por la tía Ruth, que la cuidaba.
Cuando llegó el tren vieron la tercera ventanilla vacía y se imaginaron toda la
escena: Ariel viajando del otro lado del vagón con los ojos perdidos en
lejanías, viendo, sin ver, hacia el río, que indolente, indiferente, arrastraba
sus aguas turbias y lodosas…