Envío a mis pocos lectores estas dos anécdotas que espero les agraden. La primera tiene una parte que podría calificarse de pedante por la alusión a “La Sonata a Kreutzer” de Tolstoi,  pero así fue como ocurrió, ojalá que no lo tomen a mal. AGR

 

Alanís

H

ace algunos años íbamos el Ing. Alanís y yo hacia Tehuacán para ver una máquina que trataba de venderme. Como yo, Alanís era un hombre maduro y durante el viaje platicamos de cosas generales, pero noté que iba muy inquieto, desasosegado. Tehuacán está como a cuatro o cinco horas de México.

Después de Puebla, a unas tres horas de camino, Alanís no se aguantó más y empezó a hablar de lo “que abundaba su corazón”.

- Ingeniero, me dijo, ¿sabe  usted lo que es un amor imposible?-

– no, le contesté, ¿porqué me lo pregunta, Alanís? – Y el a mí: “sabe ingeniero que tengo un conocido, -hombre maduro y casado, como nosotros - que se hizo amigo en el trabajo de una compañera: una muchacha joven y bonita; con el tiempo y el trato continuo, mi amigo se enamoró de la chica y ella no se mostró evasiva, más bien pareció complacida. La amistad se tornó en un amorío y ahora él está profundamente enamorado de esa mujer joven; pero ese amor o más bien esa pasión le causa más sufrimiento que placer, los celos lo destrozan, no lo dejan vivir”

(En ese momento, por la pasión con que lo relataba, me acordé de Posnidchef, el de La sonata a Kreutzer, que asesinó a su esposa arrastrado por los celos; y me quedé pensativo, sin prestar mucha atención al ingeniero Alanís. No sabía en esa época  que Tolstoi había vivido una tragedia semejante y recordaba que cuando leí la novela me pareció que el autor tenía una imaginación desbordada, morbosa).

Pero Alanís, cada vez más agitado, seguía con su monólogo:

- “si, ingeniero, el amor senil – según dice mi amigo- es terrible… terrible, no se está en paz, no se puede dejar de pensar en ella y en que seguramente tiene otro amor: Un hombre más joven… los celos… los celos. El amor senil es terrible… terrible”-

Alanís, con el pelo canoso, largo y alborotado – parecía un retrato del Dr. Atl- estaba  axcitadísimo y terminó preguntándome: “¿qué le aconsejaría usted a mi amigo, ingeniero?”.

Comprendí que “el amigo” era Alanís mismo y que su sufrimiento era real, intenso, de los que llevan al suicidio o al asesinato… pero como yo no estaba en esa situación y mucho menos me sentía capaz de aconsejar a alguien, tomé a la ligera su confidencia, y para cambiar la conversación, le contesté cualquier cosa relacionada al asunto de la máquina.

No he vuelto a verAlanís.                                                                       

                                                                                              Américo García Rodríguez – 2004