Como
este cuentecito me gusta mucho, lo quiero compartir con ustedes. Notarán
que llamo al protagonista indistintamente Ulises u Odiseo porque entre los
clásicos se le nombra ya de una ya de otra forma. No es, por cierto, un
personaje simpático para mí, porque me parece retorcido y mañoso, pero viene al
caso pues sus características más sonadas son la de ser listo y “fecundo en
recursos”. AGR
ULISES Y EL AMOR
Cuenta una vieja historia, que una mañana muy temprano, iba Ulises
con su remo al hombro (tal como se lo recomendara Tiresias), por un rellano de
la ladera de una montaña muy alta caminando hacia el norte, tierra adentro. A
su izquierda se elevaba la montaña muy empinada, cubierta por un bosque muy
denso cuya cumbre empezaba a dorar el sol matinal. A su derecha la vertiente
del monte se perdía de vista pues estaba todavía envuelta en sombras. Enfrente
de él, se extendía el camino casi plano, cubierto de una grama verde saturada
del rocío nocturno que se rezumaba y que empezaba a desprenderse en forma de
vapor.
La mente de Odiseo iba casi en blanco, vagamente recordaba los
consejos que Tiresias le diera cuando bajó al infierno. De pronto dos mujeres
se le aparecieron enfrente, cerca. La de la derecha era morena, de cabellera
negra y rizada que le llegaba a los hombros; de ojos negros y pestañas largas y
crespas. Su figura era voluptuosa: boca carnosa y sensual, cuerpo ondulado y
lleno y caderas amplias y femeninas. Su vestido colorido y muy entallado
resaltaba las formas de su cuerpo.
“Ulises -le dijo- yo soy el amor intelectual, el amor que luego se
dirá platónico, el poético, el que se canta en los versos de los poetas y
literatos. Soy el amor ideal, metafísico, el espiritual…”
La mujer de la izquierda era rubia, lacia, de ojos azules y piel
muy blanca, nariz fina y recta. Daba la apariencia de cierto desgarbo pues
llevaba la cabeza un poco ladeada.
Era un lirio desmayado.
Pero era igualmente hermosa y su vestido blanco y también muy
entallado daba a su cuerpo esbelto, un aire armonioso y gentil. Y dirigiéndose
al laertíada le dijo: Odiseo, yo soy el amor sensual,
el que sueñan los adolescentes, el que sintió Psiquis cuando vio a Eros, el que
hace que los cuerpos se junten y que las especies se propaguen, soy el deseo.
Dime, divino Odiseo ¿a quien de nosotras dos prefieres?
El sagaz Odiseo inclinó la cabeza a un lado, quedó pensativo unos
momentos y respondió: No puedo decidirme por una, quiero a las dos.
En ese momento las dos mujeres se fundieron en una sola y como en
un remolino se difuminaron en el aire matinal. Odiseo comprendió que no eran
dos las mujeres si no una; que la aparición era Afrodita, Venus misma, la diosa
del amor.
El héroe reemprendió su camino pero a los pocos pasos se detuvo.
Su mente ahora era un torbellino. Recordó sus encuentros amorosos con Calipso,
con Circe, con sus esclavas en el campamento griego frente a Troya. Habían sido
apasionados pero no, ese no era el amor.
Luego recordó cómo sucio, harapiento, escondido detrás de unos
arbustos había admirado la belleza de Nausícaa,
apenas una doncella púber. La perfección de su cuerpo núbil lo había extasiado,
pero era emoción estética, no amor.
Finalmente vino a su memoria la dulce Penélope. Se acordó de su
deseo reprimido durante veinte años que culminó con su encuentro y su unión
carnal en la misma cama de madera de olivo que él había hecho hacía ya muchos
años, antes de casarse.
Recordó la plenitud, la satisfacción física y espiritual que
sintieron ambos al término del acto sexual. Tendidos muy juntos veían el “alto
techo de vigas labradas” y platicaban sobre sus experiencias, rememoraban otros
tiempos felices e imaginaban un futuro placentero, unidos. Se prodigaban
caricias tiernas.
Comprendió entonces que eso era el amor.
Sí, Afrodita tenía razón: las dos mujeres que se le habían
aparecido eran una sola, eran inseparables.
Sin embargo no podía explicarse porqué la mujer sensual le dijo
que representaba lo espiritual y la lánguida lo material, su mente astuta no
pudo resolver el enigma y concluyó con que hay cosas en el amor que son
inexplicables aun para los dioses.
Y satisfecho con este pensamiento, Ulises continuó su camino muy
ufano.
F
I N
Américo García Rodríguez. 2003